Libros y viajes

He tenido el placer de compartir un viaje con Checha, rosarina por adopción, y ella me comentó que a cada viaje lo asociaba con un libro que leía en ese momento. Así se me ocurrió este post.
La primera vez que viajé a Mendoza leía una antología de una española, que era un bestiario y aparecía la narración de Cortázar de un tigre en el zoológico de Mendoza que hizo que hiciese el mismo recorrido con idénticos resultados, —sinfronismo, diría Jung.
Otro libro memorable fueron los cuentos de Maupassant, leídos en el último vagón de un tren desierto y de noche, en medio de un campo yendo a Olavarría. El cuento era de dos hermanos, uno de los cuales era una especie de demonio que iba copando la casa hasta estar en la inminencia de escapar de ella con riesgo para todos los que lo rodeaban.
He leído “Baudolino”, de Eco, en trayectos cortos de Roca a Bahía o de Bahía a Monte. La obra me pareció una pintoresca celebración de las personas que hacen de su vida una aventura.
Aunque ahora que reviso mis notas, observo que la mayoría de las lecturas realizadas en los viajes fueron antologías. Cuentos orientales en Villa Gesell, los cuentos de Simone de Beauvoir en un trayecto de los Siete Lagos. También intenté infructuosamente con “Las vidas paralelas” de Plutarco en el tramo argentino de las costas oceánicas. Novelas: sé que leí “La casa verde” de Vargas Llosa en alguna parte y creo que “Los pasos perdidos” de Carpentier tuvieron igual suerte. “Ensayo sobre la ceguera”, de Saramago fue previo al viaje a Gesell, y también previo a un cambio radical en mi vida fue “El Péndulo de Foucault”, también de Eco, que leí antes de venirme a vivir a Roca. Al costado del Río Negro he leído “Psicoanálisis de los cuentos de hadas”, de Betelhem, y arriba del Kokó por la 22 he terminado “¿Qué es la filosofía?”, de Juan Pablo Feinman. Infructuosamente cargué “El Lobo Estepario” de Hesse, en una mochila, y lo mismo hice con un par de libros más, todos olvidables.
En fin. He empezado “El libro de los abrazos” de Galeano en una feria en Buenos Aires, y lo mismo me pasó con “El fin de la historia”, de Liliana Heker, que empecé a leer en una de las ferias del libro en Bahía Blanca. En Mar del Plata recuperé “El Juguete Rabioso” de Arlt, que había leído en alguna biblioteca de algún lugar. También en Buenos Aires me encontré con las obras completas de Kusch, que empecé en el colectivo de regreso y terminé entre las cuatro paredes de un cuarto.
Ahora no pienso tanto qué libro llevar a un viaje. Manoteo lo primero que tengo a mano y por supuesto, la netbook. Ahora leo más de vez en cuando. Pienso la mayor la parte del tiempo.

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