Las mulas

Con mi hermano habíamos saltado una tranquera y nos habíamos puesto a caminar a campo traviesa por tierras privadas. Había un vado y sobre él, vimos dos mulas, que mi hermano asoció con perros. “Mirá dos perros”, me dijo, pero yo le dije que eran mulas, porque para perros eran muy grandes.
No nos preocupamos porque estaban del otro lado del vado y era un tramo empinado como para que quisiesen acercarse. Seguimos caminando como si nada, pero en cuanto volvimos a mirar en dirección a las mulas, notamos que estaban pendientes de nuestros movimientos, y que al mirarlas, se decidieron nomás a seguirnos.
¿Qué hacen las mulas? nos preguntamos. Ni idea, tal vez den topetones. El hecho es que sin ponernos de acuerdo empezamos a caminar hacia el lugar por el que habíamos saltado el alambrado, y las mulas empezaron a acortar distancias. Nos pusimos a trotar y también ellas. A lo lejos vimos el alambrado. Idiotas de nosotros, nos metíamos por caminos que pensábamos que las mulas no iban a poder seguir, pero mientras más nos deteníamos para complicarles el camino, las mulas más distancia acortaban. En un momento sentí en la nuca la respiración de una de ellas y no me atreví a voltear, creo que ya entonces corríamos como flechas. El alambrado estaba más cerca. Mi hermano me empezó a putear porque yo de los nervios cantaba y me dijo que ahí estaba el alambrado, que me callara de una vez. No sé cómo estuve del otro lado antes que él, a pesar de que cuando lo habíamos pasado por primera vez, yo había tardado porque estaba muy alto. Mi hermano pasó y me buscó por donde andaban las mulas, pero yo le toqué el hombro y nunca entendió cómo había hecho para saltar. Yo tampoco. Empezamos a caminar para regresar al campamento. Las mulas nos siguieron tras los alambres hasta perdernos. Al año siguiente saltamos otro alambrado, pero aunque esta vez había vacas, no pasó nada…

Foto que bajé de Google, las fotos de ese viaje se me perdieron...

Zoológicos, buenas y malas noticias

Hipopótamos en Córdoba.  Tenían una cría
que no sale en la foto.
Decir que una visita un zoológico es siempre polémico, porque ahí salen los detractores diciendo que los animales deben andar libres por el mundo y no encerrados y sí, es absolutamente cierto. Pero cada vez que paso por alguna ciudad que tiene zoológico, entro para ver animales que quizás de otra manera no veré. Y ver un animal, aunque no sea en su hábitat natural, es siempre sorprendente. Y aquí viene el inventario o “bestiario” de animales que he visto en diferentes zoológicos argentinos.

Camello o dromedario... no sé distinguirlos

Uno de los primeros que llamó mi atención fue un tigre en el zoológico de Mendoza. Este zoológico se encuentra emplazado en el Cerro de la Gloria, por lo que recorrerlo es ya una aventura en sí misma. La jaula donde se encuentra está al final de una subida y al tigre se lo viene descubriendo de a poco. Después te sigue con la mirada hasta que abandonás la escena. Por la fiereza que el animal tenía, apenas pude acercarme a dos metros de la jaula, porque verdaderamente imponía respeto. En ese mismo zoológico vi un oso polar. Nunca pensé que fueran tan grandes; si se quiere, hasta resultan desproporcionados. También me dejó un recuerdo la jaula de los mandriles y la histriónica sociabilidad que tienen. En ese momento dos machos se peleaban por el territorio. 
En Córdoba fue la primera vez que vi un camello. Parecía sacado de una cajetilla de cigarrillos. También vi por primera vez un gorila, este animal me dio pena porque estaba solo y tapado con una colcha, era julio. Bisontes, hipopótamos, suricatas. También vi un tapir y una mulita. Los zorritos eran muy simpáticos y estaban marcados por las orejas, no pude preguntar por qué.

Rinoceronte en Buenos Aires, Palermo
 En Buenos Aires fue la primera vez que vi un rinoceronte. Fue algo impactante verlo en contraste con la ciudad de fondo. En Mendoza yo no había podido verlo porque estaba escondido y recuerdo que había esperado a que saliera hasta que finalmente desistí.
En Bahía Blanca, ciudad en la que nací, ya había tenido la experiencia con varios de los grandes felinos. Este zoológico es muy descuidado y las jaulas son pequeñas. En un tiempo —hace más de veinte años quizás— habían llevado un lobito marino que habían encontrado cerca de las costas. Yo los imaginaba más grandes. Iba a visitarlo con frecuencia. También me gustaba la jaula de las aves acuáticas. Este zoológico es gratuito y está dentro de un parque. La plaza donde juegan los niños, venden pochoclos, alquilan karting y demás, está en un espacio en medio de las jaulas. Cercano a ese espacio hay una enorme jaula donde fue a parar un buitre al que le faltaba un ojo, rescatado de algún lugar y todas las tortugas terrestres que la gente dona o rescata por estar vetada su domesticación.  Hace unos dos o tres años, algún idiota entró a la noche y mató animales a cuchillo, ignoro si habrán puesto seguridad nocturna ahora.
Buitre rescatado luego de 20 años en una jaula de un metro
Y el zoológico de la ciudad en la que vivo, Bubalcó, es un emprendimiento que comenzó por una colección privada y que desde hace algo más de un año funciona a puertas abiertas. Es un enorme predio que tiene dos de los pocos tigres albinos que existen en el mundo. Hace poco adquirieron el macho y esperaban cruzarlo con la hembra ya que, explicaban, debido a su pigmentación, estos animales difícilmente sobreviven en libertad, por ser blanco fácil de los otros predadores e incluso el hombre. Este zoológico tiene también un carpincho que es muy sociable y un invernadero en el que hay además plantas de climas tropicales y un estanque con carpas. El veterinario de mi perro, es también el veterinario de este zoológico y ha operado gibones, arreglado caries a un guepardo, atendió a un halcón que estuvo encerrado veinte años en una jaula de solamente un metro, y también hizo implantes metálicos en una mara y le puso un pico de acrílico a un loro.
Y sí. Obvio que sería preferible tener a estos bichitos sueltos. Pero mientras eso no pase, los zoológicos que rescatan y recuperan animales son lugares de concientización y aprendizaje.

Snorkel en Playas Doradas

No estaba para meterse al agua, pero al menos el clima estaba para poder sacarse la campera y tomar sol. Habíamos ido a eso. Porque cada fin de semana largo, busco algún lugar para ir que tenga la particularidad de no concentrar gente. Así que propuse Playas Doradas, veintiocho kilómetros de Sierra Grande, por un camino de tierra con serruchitos.
Mi amiga y yo llegamos el sábado al mediodía porque hicimos noche en Pomona, muy lindo camping. Fiel a mi pronóstico, en Playas Doradas no había un alma. Agotados todos los temas de conversación y la “puesta al día”, a las pocas horas con mi amiga ya estábamos sin saber qué hacer. Y entonces llegaron. Un contingente con más o menos diecinueve buzos hombres y cuatro mujeres buzos también. Y, piolas los flacos, nos dijeron, vénganse a la playa y les prestamos unos snorkels y hacemos apnea. Fuimos, con el clima como mencioné al principio.
Yo arrugué. El agua estaba muy fría. Pero mi amiga que no sabe nadar, ya estaba con el visor y el snorkel puesto en medio del agua. Yo tenía el agua a la cintura y dije, definitivamente me vuelvo. Pero ya me había agarrado una ola y listo, me dijo el flaco, ya estás empapada. Y bueno, me terminé de meter.
Debo decir que ellos tenían trajes de neoprene y tal vez su intención de ser hospitalarios fue lo que los incitó a que los siguiéramos. Después en verdad, averigüé que no; su intención era que tuviésemos la experiencia del buceo, actividad que Gabriel, que fue quien nos invitó, ama y se fanatiza al punto de ser el tema de conversación de todas sus charlas. El hecho es que se veían puras algas, porque al estar sin traje, tampoco nos podíamos alejar más allá. Y me encantó. Adoro el agua y me encanta nadar y la verdad, me hubiese gustado poder adentrarme más. Una vez que se me pasó el frío inicial, no tenía ganas de salir. Pero por precaución, estuve solamente diez minutos.
Al otro día, ellos fueron a una restinga donde se concentran peces y animales marinos –me nombraron unos cuantos pero no me los acuerdo–. Con un bote avanzan un poco más y se tiran siguiendo una soga. Nos contaron que el sábado habían nadado con lobitos marinos, que primero se les acercaron temerosos y después de que les tiraron unos mordiscones como para enterarse qué eran los buzos, entraron en confianza, razón por la cual el último grupo no se los pudo sacar de encima. Confianzudos los lobitos.
 Me quedé con ganas del buceo. Empezaré comprándome un snorkel.


Estas fotos me las pasaron los chicos por el Face

Animales sueltos

Imagen lograda desde mi cámara de rollito
Una de las cosas que me gusta con uno de los grupos con los que suelo viajar, es el avistamiento y persecución de animales. Por un lado, vas conociendo especies y sus nombres locales, y por otro, te ejercitás para perseguir o huir, depende del bicho. Porque hay animales que son más bien tranquilos y hasta parecen buscar que le saques la foto, pero hay otros que te persiguen porque les malograste la mañana y en la huída, perdés cosas como la calma y calorías y a veces otras como billeteras o celulares.
Y acá viene mi anécdota. El celular que perdí persiguiendo a un oso hormiguero.
Lo vimos desde la ruta. Bueno, Marcelo lo vio y nos dijo que esa manchita marrón era un oso hormiguero. Teníamos un catálogo de animales que queríamos ver, así que no nos pareció mala idea saltar el alambrado del campo y perseguirlo. Yo todavía andaba con cámara de rollo, las que no tienen zoom, así que metí el celular en el bolsillo para poder filmarlo y tomarle las fotografías que quiera, dejando atrás la cámara. Marchamos en fila india y cuando estuvimos más cerca, empezamos a correr para acortar más distancia. Ni hablar de que esos bichos son rápidos y en cuanto fuimos tan evidentes, se metió entre los otros alambrados que marcaban el límite del campo y se perdió definitivamente entre unos matorrales. Enrique, fotógrafo más experimentado del grupo, consiguió unas tomas excelentes y todos volvimos a la camioneta para ver al oso en su cámara.
Este es una mamá con el hijito.  Los cruzamos a los dos días
Entonces me di cuenta de que había perdido mi celular. Nancy me prestó el suyo para que hiciera sonar el mío y con Víctor caminamos todo el campo nuevamente por si lo veíamos. Pero nunca sonó. En portugués me pedían que ingresara no sé qué cosa y todo intento de llamarme fue inútil. Me resigné a haberlo perdido y volvimos a la Isla del Padre, a gastar nuestras energías colgándonos de una liana y tirándonos al agua.
Tres semanas después, se ve que el oso aprendió el código y me mandó algunas fotos, que comparto. Ironías del destino, en la misma semana cruzamos tres osos más que no tuvimos ninguna necesidad de perseguir.
Artesanía comprada en Bodoquena, hecha por la comunidad jerena, pintada a mano.

Libros y viajes

He tenido el placer de compartir un viaje con Checha, rosarina por adopción, y ella me comentó que a cada viaje lo asociaba con un libro que leía en ese momento. Así se me ocurrió este post.
La primera vez que viajé a Mendoza leía una antología de una española, que era un bestiario y aparecía la narración de Cortázar de un tigre en el zoológico de Mendoza que hizo que hiciese el mismo recorrido con idénticos resultados, —sinfronismo, diría Jung.
Otro libro memorable fueron los cuentos de Maupassant, leídos en el último vagón de un tren desierto y de noche, en medio de un campo yendo a Olavarría. El cuento era de dos hermanos, uno de los cuales era una especie de demonio que iba copando la casa hasta estar en la inminencia de escapar de ella con riesgo para todos los que lo rodeaban.
He leído “Baudolino”, de Eco, en trayectos cortos de Roca a Bahía o de Bahía a Monte. La obra me pareció una pintoresca celebración de las personas que hacen de su vida una aventura.
Aunque ahora que reviso mis notas, observo que la mayoría de las lecturas realizadas en los viajes fueron antologías. Cuentos orientales en Villa Gesell, los cuentos de Simone de Beauvoir en un trayecto de los Siete Lagos. También intenté infructuosamente con “Las vidas paralelas” de Plutarco en el tramo argentino de las costas oceánicas. Novelas: sé que leí “La casa verde” de Vargas Llosa en alguna parte y creo que “Los pasos perdidos” de Carpentier tuvieron igual suerte. “Ensayo sobre la ceguera”, de Saramago fue previo al viaje a Gesell, y también previo a un cambio radical en mi vida fue “El Péndulo de Foucault”, también de Eco, que leí antes de venirme a vivir a Roca. Al costado del Río Negro he leído “Psicoanálisis de los cuentos de hadas”, de Betelhem, y arriba del Kokó por la 22 he terminado “¿Qué es la filosofía?”, de Juan Pablo Feinman. Infructuosamente cargué “El Lobo Estepario” de Hesse, en una mochila, y lo mismo hice con un par de libros más, todos olvidables.
En fin. He empezado “El libro de los abrazos” de Galeano en una feria en Buenos Aires, y lo mismo me pasó con “El fin de la historia”, de Liliana Heker, que empecé a leer en una de las ferias del libro en Bahía Blanca. En Mar del Plata recuperé “El Juguete Rabioso” de Arlt, que había leído en alguna biblioteca de algún lugar. También en Buenos Aires me encontré con las obras completas de Kusch, que empecé en el colectivo de regreso y terminé entre las cuatro paredes de un cuarto.
Ahora no pienso tanto qué libro llevar a un viaje. Manoteo lo primero que tengo a mano y por supuesto, la netbook. Ahora leo más de vez en cuando. Pienso la mayor la parte del tiempo.

Asentamiento del auto por la 22

Y sí, se fundió. No lo fundí porque todo el mundo me dice “no le pusiste esto, no le pusiste lo otro”. Y no. Antes de viajar, siempre lo llevo al taller y le comento al mecánico de los últimos ruiditos o del agua, que yo la venía viendo turbia, pero me dijeron “si te fuiste a Chile, ahora no te va a dejar”. Y ahí me quedó el auto, en Bahía Blanca, con mi perro.
Un mes y una semana después, el auto andaba nuevamente. “Te conviene ir tranqui”, me dijeron, “andá parando y que el motor se enfríe”. El hecho es que un viaje que duraría unas seis horas se transformó en nueve horas de viaje en la ruta y con caravana los últimos ciento cuarenta kilómetros.
Vine parando. En el Fitosanitario de Bahía fue la primera. Arreglado y todo, el muy miserable perdía agua. Paré de nuevo en Médanos donde un camionero me aprovisionó. Y después le pegué derecho hasta Río Colorado donde dormí una siesta al costado del río, en el Balneario Municipal. Paré en la estación de Choele donde agarré todas las trafic que venían de la procesión a Ceferino, y después quise pegarle derecho pero por la misma bendita procesión, los controles camineros te hacían ir a veinte... Al final, por Chimpay (lugar de Ceferino), levanté a una señora y su hijo y los llevé hasta Godoy. No me dieron ni las gracias y se quejaron del frío que hacía en el auto (el mecánico me había desconectado la calefacción). Desde Chimpay hasta la entrada de Regina agarré la caravana de autos que iban a noventa y vimos lentamente cómo se ponía el atardecer. Cargué nafta en Chichinales por precaución, dejé a las personas en Godoy y me vine con otra caravana hasta Roca. Al otro día fui a trabajar y en algún lugar entre el trayecto desde la escuela a mi casa, pinché; mejor dicho, le abrí un tajo de diez centímetros a la cubierta delantera. Aproveché y le cambié las dos cubiertas de adelante. Con motor nuevo y cubiertas nuevas, quiero conocer el Perito Moreno, este verano.
 
Balneario municipal en Río Colorado

Rutas

Paisaje patagónico al borde de la 25
Me dijeron que para tomar la ruta 25 desde Trelew a Esquel, me preparara para aburrirme y encontrarme con una ruta en la que no había exactamente nada, salvo el desvío que se podía hacer a Playa Unión y el paseo obligado por Gaiman, pueblo famoso por haber recibido a Lady Di en una de sus casas de té.  Lo cierto es que luego de visitados esos lugares de rigor y también haber tomado Dolavón —otro pueblo que nos habían recomendado para ver unos molinitos de agua—, iniciamos propiamente el recorrido.
Era el día más ventoso que nos pudimos encontrar. El el único paisaje que encontramos al comienzo eran las nubes, el calor y la tierra que volaba por todos lados. Pasamos Las Plumas donde paramos a tomar agua del río Chubut —tengo la costumbre de probar todos los ríos—, y lentamente nos fuimos sumergiendo en el paisaje de “Los Altares”.
En principio era una amplia meseta sembrada de arbustos, que paulatinamente se iba arrugando. Una que otra loma o alguna piedra sobresalían de tanto en tanto. Pero a medida que avanzábamos hacia el oeste, las piedras crecían más y más y no solo nos iban rodeando sino que hasta generaban la impresión de que convergían sobre la ruta, cercándonos. A veces el río les mojaba las plantas o a veces, nos quedaba zigzagueante al costado, por lo que el acoso paisajístico era de una complicidad extrema. Curvas, contracurvas, bajadas cortas y subidas, pueblos fantasmas de nombres muy inusuales —“Cajón de ginebra chico” y “Cajón de ginebra grande” fueron los más raros que encontramos sobre el final del trayecto— y viento. Su zumbido entre las rocas nos incitaba a contarnos anécdotas de aparecidos, bandoleros o fantasmas.
Los Altares
No había otros vehículos sobre la ruta. Solamente al llegar a las estaciones de servicio los encontrábamos como salidos de la nada —vimos un camión que transportaba peces en su contenedor, tenía unas ventanas minúsculas por donde asomaba el cardumen—. Buscando una analogía que le cuadrara a esa ruta, la única que se me ocurrió fue con la vida misma. No con todas las vidas, con la mía. Creo que todos tenemos una ruta por ahí que si prestamos atención, nos clarifica acerca de quiénes somos.

Paisajes humanos

Noruego en San Isidro (Salta)
El hecho de empezar a viajar hace que conozcamos personas distintas. No sé si la disposición del viaje o la disposición de una, hace que estos encuentros estén fuera de la inminencia de las obligaciones o el estrés y por eso hay más apertura para conocer más del mundo. Fuera de los paisajes —que modifican radicalmente nuestra visión de la geografía—, las personas son una paleta de culturas que generan exactamente el mismo efecto. ¿Qué quiero decir? Que las conversaciones empiezan intercambiando datos y esas cosas: cómo llego a tal lugar, dónde se puede comer, o de dónde son, cuántos días viajan, a dónde van a ir, lo que sea. Pero en estas respuestas, se entrevé parte del mundo que habitan en coexistencia conmigo, pero que son mundos radicalmente distintos. Se trate de viajeros o lugareños, son tan fascinantes como los paisajes en sí.

Colla a la entrada de Iruya (Salta)
Siempre que vuelvo de un viaje miro las fotografías y recuerdo los lugares o la aventura. A las personas las traigo grabadas en el alma. Se dice que nuestros ojos son las ventanas del alma. Se me ocurre que las personas entonces, somos las ventanas del mundo.

Personas que conocí haciendo dedo. Algunas...



• Un camionero al que se le incendió la consola por un corto en los cables del tablero. Me llevó desde Olavarría hasta la rotonda de Bahía Blanca.
• Un checo al que levanté en Regina y que llevé hasta Bahía Blanca. Era profesor de geografía y recorría Latinoamérica a dedo. Volvía a Buenos Aires para regresar a su país.
Ferry a Chiloé
• Una pareja de hippies. Se dedicaban a viajar en auto, ahora que tenían uno, y nos llevaron porque sabían lo que era ser mochilero. Esto fue por los 7 Lagos.
• Un pescador, en la isla Chiloé, que nos señaló cómo meter el auto en la playa y nos informó que tomando el paso Futaleufú y luego un ferry a la isla, se ven ballenas francas en pleno febrero.
• Un matrimonio que me acercó a Río Colorado cuando el auto se nos quedó en la 251.
• Tres porteños que se la pasaron hablando de negocios, nos llevaron en una Chevy en Tandil.
• Un escritor que volvía de un encuentro en Las Grutas, se nos coló hasta Roca.
• Tres chilenos mochileros, uno de los cuales me preguntó por qué razón tenía un auto tan viejo, “¿cachay?”
• Un flaco en una Land Rover que nos auxilió en un día de lluvia —nosotros estábamos haciendo dedo, pasados por agua y en medio de la nada—, y nos cobró. Allá por la zona de los Siete Lagos.
De Jujuy a Humahuaca
• Una señora, llamada Melisa, que volvía de una procesión en la montaña donde visitó a la Virgencita que crece. Esto fue en saliendo de Jujuy.
• Levanté a un carabinero en un peaje. Paramos a tomar fotografías del volcán Chaitén y después quiso tomarme fotos a mí, ya que las argentinas teníamos curvas. Lo dejé en Curacautín... ¡Por favor!
• También llevamos al capitán del Ferry con el que habíamos vuelto de Chiloé, hasta el centro de Puerto Montt.
• Volviendo de Pino Hachado, levanté a una señora llamada Teresa que lavaba la ropa en la casa de su hija porque en su casa no había agua para realizar esas tareas, y de paso visitaba al nieto. La llevé unos tres kilómetros por la 242.
Yacarés en el Pantanal
• En Choele Choel, desde Darwin hasta Belisle, levanté a un chico que todo el tiempo me habló de armas. Viajaba a dedo porque iba a buscar a su novia; después harían dedo nuevamente para ir a un parque de diversiones en Chimpay.
• Y en Matto Groso, una camioneta de esas de turismo, nos subió hasta un mercado. Después hicimos el pantanal a pleno rayo de sol y con nada de agua, pero la camioneta nunca volvió a pasar...

 

Accidentados preparativos para uno de mis viajes

Salí de Roca en el R-12 a las 16:45, el 23 de diciembre, rumbo a Bahía Blanca. Esa misma tarde, un cable que alimentaba el motor con GNC, se había cortado cuando todavía estaba en el estacionamiento de la escuela, a minutos de iniciar mis vacaciones. Lo arregló un compañero de trabajo ahí mismo.
En la ruta, el viaje fue tranquilo. En Choele tuve dificultades para arrancarlo y hubo que empujarlo.  En Río Colorado finalmente arrancó sin ningún preámbulo. Me encontré con una amiga que también viajaba y me preguntó si acaso me esperaba en la ruta, pero le dije que estaba bien, que mantendría el tope de los 110km/h y que estimaba llegar en dos horas más. A las 21hs finalmente me quedé sin batería y luego de intentar pasar el auto a nafta tuve que bajar a la banquina y esperar ayuda. Estaba a 4 km pasando Algarrobo. La policía llegó a las 4:30 del día siguiente para ver por qué había un auto tirado al costado de la ruta y la grúa apareció a las 5:30. Llegué a Bahía a las 7 de la mañana.
El lunes 28 dejé el auto con el electricista para arreglar el alternador. Yo esperaba poder arreglarlo el sábado, pero me pasaron para el lunes, donde lo dejé y lo volví a buscar a las 17hs. A las 19hs se me quedó sin embrague en el estacionamiento de Lucaioli.  Unos chicos de ahí le hicieron unos retoques y conseguí sacarlo, para que 20 minutos después se me quedara en Blandengues y Zelarrayán. Lo dejé, busqué a mi hermano en su trabajo, comimos pizza y cerca de las 23 lo llevamos en primera, pasando un par de semáforos en rojo. Lo subí a la vereda para entrarlo en el garaje y se trabó. Quedó ahí toda la noche y se largó a llover.
Elena, de veterinaria a mecánica
Al día siguiente el mecánico me dijo cómo destrabarlo y se lo llevé. Me lo entregó el 30. Fui al centro a retirar la bolsa de dormir y a comprar la carpa, pero volví a quedarme en Colón, casi Vieytes. Pedí una llave prestada y traté de regular el embrague, hasta que un inspector de tránsito fue el que finalmente pudo hacerlo. Volví al centro a la tarde y compré la carpa. Después, mi cuñado me revisó las balizas y el limpiaparabrisas, que se activaban al mismo tiempo o un botón activaba lo otro.
También agarramos lluvia, fue la que
tiró los postes y cortó la luz en Conessa
El 2 de enero llevé a mi mamá a Wall Mart y cargué gas. Por la tarde, con mi amiga, cargamos las provisiones para el viaje en el baúl y acordamos el horario de salida para el día siguiente. Salimos el 3 de enero a las ocho de la mañana.
Nos quedamos por última vez en Río Colorado, en la desviación por la ruta 251 a Las Grutas. Luego de estar todo el día en la banquina, hicimos la primera noche en Conessa, donde el dueño de una estación de servicio nos dejó armar la carpa en el patio, para esperar hasta el otro día a que volviera la luz para cargar.
Así empezó el viaje que culminaría 4.500 km después.

Primera parada imprevista en General Conessa

Nomadismo interrumpido

Siento que me arden las plantas de los pies. Siento que mi columna está adoptando la figura de esta silla. Miro por la ventana y allí está la solución. Miro el próximo feriado en el calendario, y aunque son solamente tres días está cerca. Debería partir, incendiar la vida y sumergirme en el mundanal mundo. Busco las llaves del auto y no las encuentro. Mierda. Olvidé que el auto ha dejado de acompañarme, olvidé que asumí obligaciones para este fin de semana, olvidé que la última vez rompí tres correas de la mochila y que aún no las he arreglado. Lleno una palangana con agua. Pongo los pies allí.

Turistas en Madryn

En Puerto Madryn, tuvimos la absurda idea de subir al muelle el día que un crucero proveniente de Uruguay (pero que había zarpado en algún otro puerto más lejano), había atracado. Los gendarmes no nos dejaron pasar y entonces fuimos a caminar a la playa y después al centro y así se nos pasaron las horas. Por toda la ciudad había turistas. Era un día martes y aunque siempre hay turistas en Madryn, éstos eran todos los que venían en el barco. Cuando nos cansamos de caminar, nos sentamos a ver a las personas que volvían para subir al crucero. En forma análoga, otros argentinos hacían lo mismo y comentábamos los idiomas que hablaban, cómo se veían, la cantidad inmensa que eran. El crucero se iría al anochecer y ciertamente, yo ya empezaba a aburrirme de ser espectadora y no poder subir al muelle.

Foto del fucking crucero, desde la playa por supuesto
Volví a acercarme y el gendarme volvió a negarnos la entrada. Aún así, nos pusimos a conversar del barco y de los turistas y de esa forma de viajar prácticamente a bordo de una ciudad que va parando en las costas, de la vida en el mar, de los viajes, del mundo. En resumen, no hay nada que nos diferencie a unos de otros, le digo, porque ¿qué tienen ellos que no tenga yo? Y su respuesta llegó inmediata. Fue ágil, liviana, concisa, solamente me miró y me dijo: “plata”, encogiéndose de hombros y quedándose, como yo, frente al muelle viendo a los otros partir.

Travesuras de duendes

Al llegar a Bahía, debo haber trasladado algún duende en la mochila. Primero, porque la mochila pesaba mucho más que cuando había llegado, y segundo, porque en Bahía me desapareció una bombacha de gaucho.
La había lavado y colgado en la soga. Mi hermana levantó todo y me preguntó qué cosas eran mías. Las separé pero la bombacha no estaba. Le pregunté si la había levantado y me dijo que jamás la había visto. Sin embargo, yo sabía que estaba porque la había colgado contra el paredón, casi sobre la medianera. El hecho es que la bombacha no apareció.
Dos días después, sobre un sillón que está contra una esquina, al costado de una maceta, la bombacha de gaucho apareció. Estaba colocada sobre la silla, como si estuviera sentada, las piernas estiradas hacia el piso. No fui yo quien la encontró, sino mi hermana y se sorprendió porque ella había estado leyendo en el sillón y no había visto nada. La saqué del sillón, la planché y volví a guardarla en la mochila, para no dejarla antes de volver definitivamente a mi casa.
Ya en mi casa y al desarmar la mochila encontré un souvenir que me había regalado Fabio en Tandil, de duendecitos que él fabrica. Lo puse en un lugar visible en mi departamento. Lo tengo bien vigilado.
Esta foto se la saqué a Fabio del Face: "Duendes de Tandil", muy piola el flaco.  Hace además tareas de concientización sobre autoabastecimiento en los barrios, aprovechamiento de huertas y esas cosas.  Enseña a construir casas de adobe y recicla absolutamente todo.

Policías y ladrones

Estando con unos amigos en San Salvador de Jujuy, nos encontramos con que la camioneta en la que habíamos llegado y que habíamos dejado estacionada para ir a cenar, tenía un vidrio roto. Faltaban un par de bolsas de dormir, carpas, un aislante de última generación, la caja de herramientas, un skate callejero y una mochila que me habían prestado para hacer el trekking desde Iruya a San Isidro, que estaba vacía y a la que yo le había metido unos libros que había comprado el día anterior. Lo curioso del asunto es que apenas segundos antes, unos policías habían visto pasar a unas personas con equipo de acampar. Les resultó sospechoso el equipaje y la ropa que llevaban y el hecho de que hubiesen tirado unos libros en medio de la calle sin detenerse a levantarlos. Se les ocurrió pensar que habrían robado algo y caminaron hasta el hostel y se encontraron con el vidrio roto de la camioneta y con nosotros que estábamos llegando. Claro, ni se les ocurrió detenerlos un momento, qué se yo, ¿in fraganti?
Y sí, les robaron, nos dijeron. Se fueron por aquel lado, donde hay un barrio en el que no los van a encontrar nunca, nos informaron. Nos pidieron que inventariáramos lo que faltaba y así lo hicimos, pero ellos tomaron los datos y sí, ya podíamos sacar los vidrios de la calle y que elevarían lo que había pasado a quien correspondiese (sic). Ante la falta de respuestas, seguimos hasta Humahuaca y luego tomamos el colectivo local hasta Iruya para hacer el trekking, razón principal de nuestra incursión por esas altitudes.
Pero la historia no terminó ahí porque cuando volvimos a la capital, tres o cuatro días después, Marcelo, el dueño de la camioneta, fue hasta la comisaría a preguntar si habían recuperado algo y quedó detenido por sospechoso. El motivo fue que alguien había roto un cajero y la inteligencia jujeña asoció el resentimiento de Marcelo por el robo de las cosas de la camioneta, con el ataque a pedradas al cajero y la sustracción de unos creo que quince mil pesos. Lo trajeron detenido hasta el hostel y nos hicieron testificar que en verdad habíamos estado en Iruya, preguntándonos, incrédulos, cómo habíamos subido a la altura de 4000 mts. sobre el nivel del mar, con un vidrio roto. En fin. A las cosas, jamás las recuperamos y a nosotros, nos pidieron las direcciones como certificación de que lo que decíamos era verdad (no tengo idea qué relación habrá entre una cosa y otra, yo creía que era el documento el que certificaba quién era una, ¿vio?). Así que al parecer, mi domicilio al igual que el de los demás, estuvo involucrado en un robo.
Retomamos la ruta. Se me ocurre pensar que sí, que yo tal vez sí haya robado algo, porque ahora que lo estoy escribiendo me doy cuenta de que nunca le devolví la mochila a Enrique.  Y los libros: los libros descansan sobre un estante, sin recordar nada de lo ocurrido.

Sureña despistada

Volví en colectivo. A algo más de medianoche bajé al baño en la Terminal de Choele. Me apuré porque siempre tengo la impresión de que los tiempos propios y los de los choferes son dados por relojes distintos. Volví a subir al colectivo y estaba casi arrancando. Seguía todo en penumbras. Como había intercambiado asiento con una mujer no recordaba el número, pero la ubicación era exactamente abajo del último televisor. Me dirigí allí y me encontré con que otra mujer había ocupado mi asiento. Estaba muy dormida, como si nunca hubiese despertado. Miré al de al lado y no pude reconocer si era el mismo tipo que se había sentado conmigo en Bahía, porque a ese solamente le había visto las manos debido a que el tipo venía con la cara pegada al vidrio y nunca respondió a mi “buenas noches”, dos razones para suponer que también volvía a su provincia. Poco en ese colectivo me resultaba familiar. Los números de los asientos eran papeles pegados. Ni siquiera recordaba a dos que iban sentados adelante, de cara a la cafetera, a pesar de que yo había estado ahí. Y mi bolso tampoco estaba. Miré por la ventana y vi en la plataforma siguiente al “Vía Bariloche” en movimiento. Pero era nuestro colectivo el que se movía. Empecé a correr hacia la salida y conseguí bajar cuando casi salíamos de la plataforma. El chofer me despidió diciéndome que le parecía que yo no era pasajera de ellos, pero estaba bien por él si me quería sumar... Ni le contesté. Fui la última en subir al otro colectivo y me senté al lado del tipo sin rostro. Era el asiento número treinta y dos.

La confianza... o mata o embaraza

¿Cómo podés ser tan confianzuda?, me preguntan. Porque tengo la costumbre de hacer dedo, o cuando voy con el auto, levantar gente. ¿Cómo? Yo contesto que así como hay gente mala, también hay gente buena, y que espero encontrarme con estas últimas. Pero esa respuesta convence poco y entonces me cuentan de la última atrocidad, como por ejemplo cuando sacaron a una mujer de mi misma edad que también era re piola y demás, y apareció adentro de una alcantarilla cortada en pedacitos o volvió a la casa con el bombo lleno a la fuerza o cosas así. Y si eso no es suficiente, apelan a la evidencia de los números y me relatan los titulares de diversos diarios locales o no. Y sí, conozco esos datos y sé que nadie está exento de nada. Pero justamente por eso, no se sabe qué es lo que te puede pasar, bueno o malo. Y aquí a veces digo que mucha gente muere sin salir del baño de su casa. Bueno, pero está en su casa, me contestan. Ah…
Claro. Parece que el miedo existe y que ¿mejor miedo conocido que miedo por conocer?

De mal a un poco mejor...

Caminé unas trece cuadras con la mochila a cuesta, bajo la lluvia, hasta el único hostel que conseguí. Me atendió Mercedes, re piola y el hostel está muy bien puesto en pleno centro. Tiene una ventana que da a las calles principales y a un edificio viejo que me recordó mucho a mi ciudad natal (Bahía Blanca). Pero la verdad, que el hostel es muy recomendable para personas que han superado unas cinco décadas. Al menos, esa fue la onda que me tocó en suerte, porque había personas de un coro y rondaban esa edad y todo bien con ellas, pero tenían una líder controladora y mala onda que no pude aflojar de ninguna manera. Mala suerte.
Les dejo una foto del gato.
Ignoro qué nombre tenía o si desaparecía como el gato de Cheshire.

Mal recibimiento...

Si bien llegué un día domingo, nada estaba preparado para recibirme a mí o a cualquier otro visitante que viajara con mis medios. En la terminal, Informes estaba cerrado. La mina del locutorio tenía poca o ninguna idea de lo que yo le estaba hablando. Hasta que decidí calmar mis ansias con una hamburguesa completa (sin huevo: no porque no lo quisiera, sino porque así lo indicaba el menú), y el mozo me vino a traer un mapa de la ciudad y me dio algunas indicaciones. Menos mal.  Afuera llovía y fue toda una movida llegar hasta un hostel que decidiera albergarme.


Tandil, la ciudad de los perros

Todas estas esculturas están en la plaza principal. Han sido donadas y son parte de una colección de estatuas de bronce que incluyen además, dos leones y unas cuantas diosas griegas.  Me llamaron la atención los perros y la presencia que tienen en la representación de los tandilenses, ya que en el Museo Municipal de Bellas Artes había un par de menciones que incluían perros.  Me perdí la foto de los que estaban ahí.