Las mulas

Con mi hermano habíamos saltado una tranquera y nos habíamos puesto a caminar a campo traviesa por tierras privadas. Había un vado y sobre él, vimos dos mulas, que mi hermano asoció con perros. “Mirá dos perros”, me dijo, pero yo le dije que eran mulas, porque para perros eran muy grandes.
No nos preocupamos porque estaban del otro lado del vado y era un tramo empinado como para que quisiesen acercarse. Seguimos caminando como si nada, pero en cuanto volvimos a mirar en dirección a las mulas, notamos que estaban pendientes de nuestros movimientos, y que al mirarlas, se decidieron nomás a seguirnos.
¿Qué hacen las mulas? nos preguntamos. Ni idea, tal vez den topetones. El hecho es que sin ponernos de acuerdo empezamos a caminar hacia el lugar por el que habíamos saltado el alambrado, y las mulas empezaron a acortar distancias. Nos pusimos a trotar y también ellas. A lo lejos vimos el alambrado. Idiotas de nosotros, nos metíamos por caminos que pensábamos que las mulas no iban a poder seguir, pero mientras más nos deteníamos para complicarles el camino, las mulas más distancia acortaban. En un momento sentí en la nuca la respiración de una de ellas y no me atreví a voltear, creo que ya entonces corríamos como flechas. El alambrado estaba más cerca. Mi hermano me empezó a putear porque yo de los nervios cantaba y me dijo que ahí estaba el alambrado, que me callara de una vez. No sé cómo estuve del otro lado antes que él, a pesar de que cuando lo habíamos pasado por primera vez, yo había tardado porque estaba muy alto. Mi hermano pasó y me buscó por donde andaban las mulas, pero yo le toqué el hombro y nunca entendió cómo había hecho para saltar. Yo tampoco. Empezamos a caminar para regresar al campamento. Las mulas nos siguieron tras los alambres hasta perdernos. Al año siguiente saltamos otro alambrado, pero aunque esta vez había vacas, no pasó nada…

Foto que bajé de Google, las fotos de ese viaje se me perdieron...

Zoológicos, buenas y malas noticias

Hipopótamos en Córdoba.  Tenían una cría
que no sale en la foto.
Decir que una visita un zoológico es siempre polémico, porque ahí salen los detractores diciendo que los animales deben andar libres por el mundo y no encerrados y sí, es absolutamente cierto. Pero cada vez que paso por alguna ciudad que tiene zoológico, entro para ver animales que quizás de otra manera no veré. Y ver un animal, aunque no sea en su hábitat natural, es siempre sorprendente. Y aquí viene el inventario o “bestiario” de animales que he visto en diferentes zoológicos argentinos.

Camello o dromedario... no sé distinguirlos

Uno de los primeros que llamó mi atención fue un tigre en el zoológico de Mendoza. Este zoológico se encuentra emplazado en el Cerro de la Gloria, por lo que recorrerlo es ya una aventura en sí misma. La jaula donde se encuentra está al final de una subida y al tigre se lo viene descubriendo de a poco. Después te sigue con la mirada hasta que abandonás la escena. Por la fiereza que el animal tenía, apenas pude acercarme a dos metros de la jaula, porque verdaderamente imponía respeto. En ese mismo zoológico vi un oso polar. Nunca pensé que fueran tan grandes; si se quiere, hasta resultan desproporcionados. También me dejó un recuerdo la jaula de los mandriles y la histriónica sociabilidad que tienen. En ese momento dos machos se peleaban por el territorio. 
En Córdoba fue la primera vez que vi un camello. Parecía sacado de una cajetilla de cigarrillos. También vi por primera vez un gorila, este animal me dio pena porque estaba solo y tapado con una colcha, era julio. Bisontes, hipopótamos, suricatas. También vi un tapir y una mulita. Los zorritos eran muy simpáticos y estaban marcados por las orejas, no pude preguntar por qué.

Rinoceronte en Buenos Aires, Palermo
 En Buenos Aires fue la primera vez que vi un rinoceronte. Fue algo impactante verlo en contraste con la ciudad de fondo. En Mendoza yo no había podido verlo porque estaba escondido y recuerdo que había esperado a que saliera hasta que finalmente desistí.
En Bahía Blanca, ciudad en la que nací, ya había tenido la experiencia con varios de los grandes felinos. Este zoológico es muy descuidado y las jaulas son pequeñas. En un tiempo —hace más de veinte años quizás— habían llevado un lobito marino que habían encontrado cerca de las costas. Yo los imaginaba más grandes. Iba a visitarlo con frecuencia. También me gustaba la jaula de las aves acuáticas. Este zoológico es gratuito y está dentro de un parque. La plaza donde juegan los niños, venden pochoclos, alquilan karting y demás, está en un espacio en medio de las jaulas. Cercano a ese espacio hay una enorme jaula donde fue a parar un buitre al que le faltaba un ojo, rescatado de algún lugar y todas las tortugas terrestres que la gente dona o rescata por estar vetada su domesticación.  Hace unos dos o tres años, algún idiota entró a la noche y mató animales a cuchillo, ignoro si habrán puesto seguridad nocturna ahora.
Buitre rescatado luego de 20 años en una jaula de un metro
Y el zoológico de la ciudad en la que vivo, Bubalcó, es un emprendimiento que comenzó por una colección privada y que desde hace algo más de un año funciona a puertas abiertas. Es un enorme predio que tiene dos de los pocos tigres albinos que existen en el mundo. Hace poco adquirieron el macho y esperaban cruzarlo con la hembra ya que, explicaban, debido a su pigmentación, estos animales difícilmente sobreviven en libertad, por ser blanco fácil de los otros predadores e incluso el hombre. Este zoológico tiene también un carpincho que es muy sociable y un invernadero en el que hay además plantas de climas tropicales y un estanque con carpas. El veterinario de mi perro, es también el veterinario de este zoológico y ha operado gibones, arreglado caries a un guepardo, atendió a un halcón que estuvo encerrado veinte años en una jaula de solamente un metro, y también hizo implantes metálicos en una mara y le puso un pico de acrílico a un loro.
Y sí. Obvio que sería preferible tener a estos bichitos sueltos. Pero mientras eso no pase, los zoológicos que rescatan y recuperan animales son lugares de concientización y aprendizaje.

Snorkel en Playas Doradas

No estaba para meterse al agua, pero al menos el clima estaba para poder sacarse la campera y tomar sol. Habíamos ido a eso. Porque cada fin de semana largo, busco algún lugar para ir que tenga la particularidad de no concentrar gente. Así que propuse Playas Doradas, veintiocho kilómetros de Sierra Grande, por un camino de tierra con serruchitos.
Mi amiga y yo llegamos el sábado al mediodía porque hicimos noche en Pomona, muy lindo camping. Fiel a mi pronóstico, en Playas Doradas no había un alma. Agotados todos los temas de conversación y la “puesta al día”, a las pocas horas con mi amiga ya estábamos sin saber qué hacer. Y entonces llegaron. Un contingente con más o menos diecinueve buzos hombres y cuatro mujeres buzos también. Y, piolas los flacos, nos dijeron, vénganse a la playa y les prestamos unos snorkels y hacemos apnea. Fuimos, con el clima como mencioné al principio.
Yo arrugué. El agua estaba muy fría. Pero mi amiga que no sabe nadar, ya estaba con el visor y el snorkel puesto en medio del agua. Yo tenía el agua a la cintura y dije, definitivamente me vuelvo. Pero ya me había agarrado una ola y listo, me dijo el flaco, ya estás empapada. Y bueno, me terminé de meter.
Debo decir que ellos tenían trajes de neoprene y tal vez su intención de ser hospitalarios fue lo que los incitó a que los siguiéramos. Después en verdad, averigüé que no; su intención era que tuviésemos la experiencia del buceo, actividad que Gabriel, que fue quien nos invitó, ama y se fanatiza al punto de ser el tema de conversación de todas sus charlas. El hecho es que se veían puras algas, porque al estar sin traje, tampoco nos podíamos alejar más allá. Y me encantó. Adoro el agua y me encanta nadar y la verdad, me hubiese gustado poder adentrarme más. Una vez que se me pasó el frío inicial, no tenía ganas de salir. Pero por precaución, estuve solamente diez minutos.
Al otro día, ellos fueron a una restinga donde se concentran peces y animales marinos –me nombraron unos cuantos pero no me los acuerdo–. Con un bote avanzan un poco más y se tiran siguiendo una soga. Nos contaron que el sábado habían nadado con lobitos marinos, que primero se les acercaron temerosos y después de que les tiraron unos mordiscones como para enterarse qué eran los buzos, entraron en confianza, razón por la cual el último grupo no se los pudo sacar de encima. Confianzudos los lobitos.
 Me quedé con ganas del buceo. Empezaré comprándome un snorkel.


Estas fotos me las pasaron los chicos por el Face

Animales sueltos

Imagen lograda desde mi cámara de rollito
Una de las cosas que me gusta con uno de los grupos con los que suelo viajar, es el avistamiento y persecución de animales. Por un lado, vas conociendo especies y sus nombres locales, y por otro, te ejercitás para perseguir o huir, depende del bicho. Porque hay animales que son más bien tranquilos y hasta parecen buscar que le saques la foto, pero hay otros que te persiguen porque les malograste la mañana y en la huída, perdés cosas como la calma y calorías y a veces otras como billeteras o celulares.
Y acá viene mi anécdota. El celular que perdí persiguiendo a un oso hormiguero.
Lo vimos desde la ruta. Bueno, Marcelo lo vio y nos dijo que esa manchita marrón era un oso hormiguero. Teníamos un catálogo de animales que queríamos ver, así que no nos pareció mala idea saltar el alambrado del campo y perseguirlo. Yo todavía andaba con cámara de rollo, las que no tienen zoom, así que metí el celular en el bolsillo para poder filmarlo y tomarle las fotografías que quiera, dejando atrás la cámara. Marchamos en fila india y cuando estuvimos más cerca, empezamos a correr para acortar más distancia. Ni hablar de que esos bichos son rápidos y en cuanto fuimos tan evidentes, se metió entre los otros alambrados que marcaban el límite del campo y se perdió definitivamente entre unos matorrales. Enrique, fotógrafo más experimentado del grupo, consiguió unas tomas excelentes y todos volvimos a la camioneta para ver al oso en su cámara.
Este es una mamá con el hijito.  Los cruzamos a los dos días
Entonces me di cuenta de que había perdido mi celular. Nancy me prestó el suyo para que hiciera sonar el mío y con Víctor caminamos todo el campo nuevamente por si lo veíamos. Pero nunca sonó. En portugués me pedían que ingresara no sé qué cosa y todo intento de llamarme fue inútil. Me resigné a haberlo perdido y volvimos a la Isla del Padre, a gastar nuestras energías colgándonos de una liana y tirándonos al agua.
Tres semanas después, se ve que el oso aprendió el código y me mandó algunas fotos, que comparto. Ironías del destino, en la misma semana cruzamos tres osos más que no tuvimos ninguna necesidad de perseguir.
Artesanía comprada en Bodoquena, hecha por la comunidad jerena, pintada a mano.

Libros y viajes

He tenido el placer de compartir un viaje con Checha, rosarina por adopción, y ella me comentó que a cada viaje lo asociaba con un libro que leía en ese momento. Así se me ocurrió este post.
La primera vez que viajé a Mendoza leía una antología de una española, que era un bestiario y aparecía la narración de Cortázar de un tigre en el zoológico de Mendoza que hizo que hiciese el mismo recorrido con idénticos resultados, —sinfronismo, diría Jung.
Otro libro memorable fueron los cuentos de Maupassant, leídos en el último vagón de un tren desierto y de noche, en medio de un campo yendo a Olavarría. El cuento era de dos hermanos, uno de los cuales era una especie de demonio que iba copando la casa hasta estar en la inminencia de escapar de ella con riesgo para todos los que lo rodeaban.
He leído “Baudolino”, de Eco, en trayectos cortos de Roca a Bahía o de Bahía a Monte. La obra me pareció una pintoresca celebración de las personas que hacen de su vida una aventura.
Aunque ahora que reviso mis notas, observo que la mayoría de las lecturas realizadas en los viajes fueron antologías. Cuentos orientales en Villa Gesell, los cuentos de Simone de Beauvoir en un trayecto de los Siete Lagos. También intenté infructuosamente con “Las vidas paralelas” de Plutarco en el tramo argentino de las costas oceánicas. Novelas: sé que leí “La casa verde” de Vargas Llosa en alguna parte y creo que “Los pasos perdidos” de Carpentier tuvieron igual suerte. “Ensayo sobre la ceguera”, de Saramago fue previo al viaje a Gesell, y también previo a un cambio radical en mi vida fue “El Péndulo de Foucault”, también de Eco, que leí antes de venirme a vivir a Roca. Al costado del Río Negro he leído “Psicoanálisis de los cuentos de hadas”, de Betelhem, y arriba del Kokó por la 22 he terminado “¿Qué es la filosofía?”, de Juan Pablo Feinman. Infructuosamente cargué “El Lobo Estepario” de Hesse, en una mochila, y lo mismo hice con un par de libros más, todos olvidables.
En fin. He empezado “El libro de los abrazos” de Galeano en una feria en Buenos Aires, y lo mismo me pasó con “El fin de la historia”, de Liliana Heker, que empecé a leer en una de las ferias del libro en Bahía Blanca. En Mar del Plata recuperé “El Juguete Rabioso” de Arlt, que había leído en alguna biblioteca de algún lugar. También en Buenos Aires me encontré con las obras completas de Kusch, que empecé en el colectivo de regreso y terminé entre las cuatro paredes de un cuarto.
Ahora no pienso tanto qué libro llevar a un viaje. Manoteo lo primero que tengo a mano y por supuesto, la netbook. Ahora leo más de vez en cuando. Pienso la mayor la parte del tiempo.

Asentamiento del auto por la 22

Y sí, se fundió. No lo fundí porque todo el mundo me dice “no le pusiste esto, no le pusiste lo otro”. Y no. Antes de viajar, siempre lo llevo al taller y le comento al mecánico de los últimos ruiditos o del agua, que yo la venía viendo turbia, pero me dijeron “si te fuiste a Chile, ahora no te va a dejar”. Y ahí me quedó el auto, en Bahía Blanca, con mi perro.
Un mes y una semana después, el auto andaba nuevamente. “Te conviene ir tranqui”, me dijeron, “andá parando y que el motor se enfríe”. El hecho es que un viaje que duraría unas seis horas se transformó en nueve horas de viaje en la ruta y con caravana los últimos ciento cuarenta kilómetros.
Vine parando. En el Fitosanitario de Bahía fue la primera. Arreglado y todo, el muy miserable perdía agua. Paré de nuevo en Médanos donde un camionero me aprovisionó. Y después le pegué derecho hasta Río Colorado donde dormí una siesta al costado del río, en el Balneario Municipal. Paré en la estación de Choele donde agarré todas las trafic que venían de la procesión a Ceferino, y después quise pegarle derecho pero por la misma bendita procesión, los controles camineros te hacían ir a veinte... Al final, por Chimpay (lugar de Ceferino), levanté a una señora y su hijo y los llevé hasta Godoy. No me dieron ni las gracias y se quejaron del frío que hacía en el auto (el mecánico me había desconectado la calefacción). Desde Chimpay hasta la entrada de Regina agarré la caravana de autos que iban a noventa y vimos lentamente cómo se ponía el atardecer. Cargué nafta en Chichinales por precaución, dejé a las personas en Godoy y me vine con otra caravana hasta Roca. Al otro día fui a trabajar y en algún lugar entre el trayecto desde la escuela a mi casa, pinché; mejor dicho, le abrí un tajo de diez centímetros a la cubierta delantera. Aproveché y le cambié las dos cubiertas de adelante. Con motor nuevo y cubiertas nuevas, quiero conocer el Perito Moreno, este verano.
 
Balneario municipal en Río Colorado

Rutas

Paisaje patagónico al borde de la 25
Me dijeron que para tomar la ruta 25 desde Trelew a Esquel, me preparara para aburrirme y encontrarme con una ruta en la que no había exactamente nada, salvo el desvío que se podía hacer a Playa Unión y el paseo obligado por Gaiman, pueblo famoso por haber recibido a Lady Di en una de sus casas de té.  Lo cierto es que luego de visitados esos lugares de rigor y también haber tomado Dolavón —otro pueblo que nos habían recomendado para ver unos molinitos de agua—, iniciamos propiamente el recorrido.
Era el día más ventoso que nos pudimos encontrar. El el único paisaje que encontramos al comienzo eran las nubes, el calor y la tierra que volaba por todos lados. Pasamos Las Plumas donde paramos a tomar agua del río Chubut —tengo la costumbre de probar todos los ríos—, y lentamente nos fuimos sumergiendo en el paisaje de “Los Altares”.
En principio era una amplia meseta sembrada de arbustos, que paulatinamente se iba arrugando. Una que otra loma o alguna piedra sobresalían de tanto en tanto. Pero a medida que avanzábamos hacia el oeste, las piedras crecían más y más y no solo nos iban rodeando sino que hasta generaban la impresión de que convergían sobre la ruta, cercándonos. A veces el río les mojaba las plantas o a veces, nos quedaba zigzagueante al costado, por lo que el acoso paisajístico era de una complicidad extrema. Curvas, contracurvas, bajadas cortas y subidas, pueblos fantasmas de nombres muy inusuales —“Cajón de ginebra chico” y “Cajón de ginebra grande” fueron los más raros que encontramos sobre el final del trayecto— y viento. Su zumbido entre las rocas nos incitaba a contarnos anécdotas de aparecidos, bandoleros o fantasmas.
Los Altares
No había otros vehículos sobre la ruta. Solamente al llegar a las estaciones de servicio los encontrábamos como salidos de la nada —vimos un camión que transportaba peces en su contenedor, tenía unas ventanas minúsculas por donde asomaba el cardumen—. Buscando una analogía que le cuadrara a esa ruta, la única que se me ocurrió fue con la vida misma. No con todas las vidas, con la mía. Creo que todos tenemos una ruta por ahí que si prestamos atención, nos clarifica acerca de quiénes somos.

Paisajes humanos

Noruego en San Isidro (Salta)
El hecho de empezar a viajar hace que conozcamos personas distintas. No sé si la disposición del viaje o la disposición de una, hace que estos encuentros estén fuera de la inminencia de las obligaciones o el estrés y por eso hay más apertura para conocer más del mundo. Fuera de los paisajes —que modifican radicalmente nuestra visión de la geografía—, las personas son una paleta de culturas que generan exactamente el mismo efecto. ¿Qué quiero decir? Que las conversaciones empiezan intercambiando datos y esas cosas: cómo llego a tal lugar, dónde se puede comer, o de dónde son, cuántos días viajan, a dónde van a ir, lo que sea. Pero en estas respuestas, se entrevé parte del mundo que habitan en coexistencia conmigo, pero que son mundos radicalmente distintos. Se trate de viajeros o lugareños, son tan fascinantes como los paisajes en sí.

Colla a la entrada de Iruya (Salta)
Siempre que vuelvo de un viaje miro las fotografías y recuerdo los lugares o la aventura. A las personas las traigo grabadas en el alma. Se dice que nuestros ojos son las ventanas del alma. Se me ocurre que las personas entonces, somos las ventanas del mundo.